lunes, 13 de abril de 2009

Reflejos del pasado

– Todo se ve muy viejo aquí… Y huele feo. – Dijo Tomás

– En serio ¿Cómo esperabas que estuviera después de cien años? – Contestó Martín.

– Pero pues siempre hubo gente viviendo aquí ¿No?

– No, no siempre hubo gente. Si esto existe todavía es gracias a la codicia de la Tía Eduviges. De no haber sido por ella, esto se hubiera convertido en refugio de desposeídos o mal vivientes.

– Pues que chasco se llevó la señora. Me imagino su cara cuando el abogado leyó el testamente de tu abuelo declarándote el único e indiscutible heredero universal de su fortuna. ¿No has pensado en cambiarte el nombre a algo con más…? ¿Cómo lo digo sin ofenderte? ¡Ah! Ya se: Clase, estilo y abolengo. Jajaja

– Si hubiera sabido que ibas a estar de simpático no te invitaba. – Contestó Martín algo enfadado.

– ¡Uy! Que serio me saliste Martín, además, no creo que te hubieras animado a venir sólo a este vejestorio de casa abandonado.

– Claro que si.

– Claro que no.

Ambos estaban parados en el umbral de la puerta recién abierta de la casa del Abuelo. Los rayos del sol de esa mañana se colaban presurosos, intentando reconocer el lugar que por tanto tiempo les había estado negado. Intentaban invadir cada centímetro de la vieja alfombra persa tirada en el recibidor e inútilmente trataban de rebotar en alguna superficie para llegar a los lugares más alejados, pero las gruesas capas de polvo acumuladas al paso de quince años de encierro se los impedían.

Martín fue, para disgusto de la Tía Eduviges, el único heredero del abuelo. El nieto más consentido, pero el más rebelde. El que nunca asistió a las fiestas familiares y se aparecía de vez en cuando en la residencia de retiro del abuelo para platicar con él de las aventuras del viejo, mismas que Martín siempre creyó eran producto de los anhelos e imaginación de una persona que estaba en el ocaso de su vida. Pero tuvo el gentil detalle de no cuestionar jamás al abuelo sobre ellas y escuchar atentamente cuanta historia deseara este contarle. Los lugares fabulosos que visitó, las jóvenes que tenía rendidas a sus pies por todos su encantos y la cuantiosa fortuna amasada a lo largo de todo este tiempo, reducida a una vieja casona de madera, porque según sus propias palabras, a él el dinero no lo movía, sino la pasión por conocer cosas nuevas.

A medida que Martín avanzaba por el corredor principal escuchaba en su cabeza las palabras del viejo contando sus increíbles hazañas de joven aventurero. Tomás iba tras él curioseando y moviendo cuanto podía.

–Ya deja esos libros en paz Tomás. – Le dijo Martín al voltear

– No me digas que los vas a leer, la mitad de lo que dice aquí ya esta científicamente demostrado como falso. – Bromeo Tomás

– Y ahora resulta que TÚ eres un crítico literario. ¿Será necesario que te recuerde porque te corrieron de tres preparatorias hace cinco años?

– Por mi espíritu inquisidor no se te olvide Martincito. No se te olvide.

La tía Eduviges fue quien metió al abuelo al asilo. No quiso tener que lidiar con él y alegando que ahí estaría mejor un buen día le hizo sus maletas y sin avisarle lo dejó a cargo de una joven enfermera. El abuelo no discutió y prefirió encontrar el lado positivo de su nueva situación y de vez en cuando comentaba sonriendo con su nieto favorito que prefería estar ahí con las bellas enfermeras que con la margada de su hija Eduviges.

Fue precisamente la tía la que cuidó la casona, esperando que un día fuera de ella. Nunca vivió ahi. Después que llevó a su padre al asilo, la familia pensó que lo que seguía era que se mudara a la casa recién desocupada. Sin embargo sorprendió a todos al no hacerlo. Tal vez todavía sentía la presencia del viejo en las paredes o no quería revivir recuerdos enterrados. Nadie jamás lo supo. Cerró las puertas de la casa quince años atrás y sólo la abría para lo mínimo necesario. Se aseguró de mantener la casa en buenas condiciones y darle una vuelta cada quince o veinte días. Se le podía ver dando vueltas alrededor de la misma y después permanecer un tiempo en la acera, observando la casa con sus manos cruzadas frente de sí. Subía a su auto y se marchaba.

Eduviges siempre hablaba de vender la casona. De lo que podría el abuelo beneficiarse con lo que se obtuviera por ella “ahora que todavía estaba en pie” – como solía decir – pero el abuelo nunca accedió a firmar los documentos. Ante los ojos de los demás familiares era claro que en realidad a Eduviges le importaba muy poco lo que el abuelo pudiera obtener. Era terminar de una buena vez por todo con los compromisos relacionados con el abuelo. Con él en el asilo y sin la casona para cuidar, no había lazos que demandaran su atención, por esporádica que esta fuera.

Martín y Tomás avanzaban por la casa, evitando tumbar alguna lámpara mal acomodada. Y subieron por las estrechas escaleras que conducía a las habitaciones dispuestas a lo largo de un pequeño corredor. El piso de madera bajo sus pies crujía quejándose por la falta de costumbre de sentir personas caminando sobre él. Los escalones parecía vencerse con el lento andar de los jóvenes en su ascenso al piso superior.

Estaba todo medio oscuro a pesar de faltar un par de horas para el medio día. Tomás alcanzó a ver un apagador en la pared de las escaleras y sin pensarlo dos veces lo activó. La luz de una gran lámpara suspendida del alto techo iluminó todo repentinamente. Y frente a ellos, al final del corredorcito vieron el peculiar espejo.

– Se ve extraño – comentó Tomás viendo su reflejo en el.

– Era de la abuela – Le respondió Martín – Cada que pasaba por aquí tomaba el cepillo de la mesita, se lo pasaba por el cabello y confirmaba que todo estuviera en su lugar antes de bajar. Todavía la puedo recordar cuando venía de visita a esta casa con mis padres. Yo subía corriendo y me gritaba que tuviera cuidado con el espejo, que no lo fuera a romper. Siempre pensé que era horroroso, con todas esas formas de plantas rebuscadas de madera tallada, me parecía enorme y te juro que hubo días que pensaba que estaba vivo, mi reflejo era diferente a mí. Luego, con los años, me di cuenta que era un defecto del cristal. Sin embargo mi abuela le tenía especial afecto. Pasaba horas limpiando cuidadosamente la intrincada superficie del espejo, cantando muy bajito canciones francesas. Creo que el espejo fue un regalo traído de Francia.

– Pues si pensabas venderlo olvídalo mi amigo, no creo que nadie te quiera comprar esta cosa.

– Claro que no voy a vender nada

– ¡¿No?! Entonces me puedes decir ¿Qué vas a hacer con todo esto?

– No se Tomás, aun no lo decido. La noticia me tomó por sorpresa

– Pues ve pensando porque si te tardas dos días más todo esto se te va a caer encima. – Y al decir esto Tomás giró dando un vistazo a todo lo que les rodeaba. Sus pies tropezaron con la alfombra larga que cubría el corredor y en su intento por no caer de espalda trató de agarrarse de la pared, pero con su movimiento golpeó el espejo tumbándolo.

Los ojos de Martín, que presenciaba la rápida sucesión de eventos, no creían lo que estaba pasando frente a sus ojos. El espejo de la abuela se balanceó de un lado a otro y el cordón, debilitado por los años se vencía ante los inesperados movimientos. Martín seguía al espejo en su inevitable caída al suelo. Vio como una esquina golpeaba el suelo, y el grueso marco de madera tallado con formas de plantas, de estilo art nouveau, trataba de impedir la deformación. Inmediatamente después el cristal del espejo estalló en cientos de afiladas partes, fragmentándose a su vez cuando tocaron el suelo. Tomás, recargado en la pared, miraba alternadamente al espejo y a Martín esperando una reacción.

– ¡¿Qué haz hecho?! ¡Ese espejo estuvo en esta casa por más de cien años! No tienes ni una hora en esta casa y ya lo destruiste.

– Martín, discúlpame, de verdad lo siento mucho. No era mi intensión, tú sabes que yo no quería…

Pero Martín no le escuchaba. Sus ojos miraban con tristeza los restos de aquel viejo espejo hecho añicos. Levantó la mirada y observó el espacio vacío en la pared, recordando a la abuela Olga cepillando sus canas preparándose para reunirse finalmente con el Abuelo en alguna parte del mas alla.

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