Hay días, cuando viajo por la costa que le veo. Siempre en constante movimiento pero tan inmenso que parece no moverse nunca. A mí no me gusta meterme a nadar al mar. No soy un buen nadador, no lo he sido y parece ser que no lo seré. En los pocos días de sol al año que tenemos en estas tierras, cuando vamos a la playa, soy de los últimos en meterse y el primero en salir. Me gusta la tierra, tener los pies bien firmes en algo y saber con total certeza que es aquello que piso. Prefiero las piscinas, son menos traicioneras y el agua, aunque con cloro, me permite más o menos ver mucho más allá de lo que puedo hacerlo en mar abierto. Además tiene límites bien definidos y puedo ponerme las aletas, el visor y el snorquel y con los ojos cerrados avanzar lentamente, como si volara, amortiguando los sonidos externos a mí bajo el fluido ambiente y sin miedo de perderme en las profundidades. Sé que mi cabeza o mis manos tocarán, tarde o temprano, una pared pintada de azul celeste o de azulejos esmaltados de colores brillantes.
Con el mar es diferente. No tiene límites, no conozco a nadie que haya pisado lo más hondo del mar. Sé muy bien que hay instrumentos que nos permiten hacer mediciones precisas de todo esto, pero estoy seguro que hay lugares a donde no hemos ido, donde no hemos explorado, donde no hemos pisado. Nadie puede asegurar, hoy, que llegamos al más profundo límite. Y además es tan oscuro en el fondo. Es como si una gran bestia te tragara vivo y no te dieras cuenta que lo que tomas como un paseo es todo un proceso digestivo. El mar me impone, es impetuoso e impredecible. El respeto que nace dentro de mi me obliga a clavar mis pies en la tierra. Soy tan pequeño a su lado, soy nada.
Veo en las noticias de este fin de semana la tragedia al otro lado del mundo. Me horroriza pensarme en esa situación, es como si una de las peores pesadillas mías se materializara de pronto. Somos tan pequeños, somos tan efímeros. Veo en las imágenes de la televisión a la gente desaparecer bajo las olas del mar y me nace un nudo en la garganta. Tantas vidas se apagaron ahogadas en las saladas burbujas azules que es imposible no revalorar la existencia. ¿De qué sirve la casa, el auto, los ahorros de toda una vida cuando uno ya no está? Cuando a quienes amabas han muerto.
lunes, 14 de marzo de 2011
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