El alboroto y el sonido de las risas de júbilo llenaban el ambiente del lugar aquella mañana con brisa fresca pero con el solecito que sabe como quemar la piel si se queda uno mucho tiempo bajo su luz. Los niños y los padres caminaban de un lado a otro por los pasillos rodeados de multicolores atracciones. El hombre que vendía los globos caminaba lenta y pesadamente, abriéndose paso entre la multitud, ofreciendo su mercancía al tiempo que soplaba por un silbato de bronce muy brillante, el cual mantenía así limpiándolo con un paño que pendía de su cintura. En la explanada central, donde estaban las áreas de descanso y los lugares, estratégicamente colocados, para comer, las bancas se encontraban repletas de señores y señoras pidiendo un poco de descanso a los pequeñines, que suplicaban no parar ni un segundo la diversión que el lugar ofrecía. A medida que el sol subía, los colores parecían tomar nuevos bríos y se tornaban aun más brillantes.
Entre las personas sentadas en aquellas bancas se encontraba Alexei Ryazanov, el color rubio de su cabello, la piel de un blanco lechoso y los ojos de color azul celeste le delataban como extranjero. Sin embargo, entre el ir y venir de los niños, los gritos de llamado de los padres, el ruido de las bolsas de frituras abriéndose y la música de fondo, nadie parecía notar que estuviera ahí sentado. Con un sándwich en la mano derecha, todavía envuelto en la cubierta de plástico sellada con una vistosa etiqueta con el rostro de la mascota favorita del parque de diversiones en el que se encontraba. En la otra mano, sostenía el jugo de naranja que probó y no le había gustado. Sereno, resguardándose de los rayos del sol bajo la sombra de un árbol, observaba todo cuanto pasaba delante de él. Miraba a la señora obesa que paseaba con los dos perritos chihuahuas, al señor calvo que traía la etiqueta de su camiseta polo de fuera y como su esposa le perseguía tratando de acomodarla, a los jóvenes que parecían recién casados pero tenían tres hijos y la esposa estaba de nuevo en cinta. Los ojos de Alexei miraban todo. Sus manos no soltaban ni la botella ni el sándwich. Aspiró profundamente y el olor de los pinos y los sauces le llenaron los pulmones. Se sintió tranquilo, dio un trago al jugo de naranja y el amargo sabor le recordó porque no lo quería tomar. Pensó que le hacía falta unas cuantas onzas de vodka para poder hacerlo pasable y aun así, preferiría tomar el vodka solo para no tener que arruinarlo con el mal sabor del jugo amargo.
Llevaba el ruso apenas unos días de haber llegado a la ciudad. Sentado en esa banca empezaba ya a arrepentirse de la decisión de visitar el parque. Pensó que encontraría algo más típico, un despliegue de las tradiciones, de los usos y las costumbres del país. Pero desilusionado solo miraba lo mismo que en todos los parques que toda su vida había visitado. La mercadotecnia que intentaba arrancar el dinero del bolsillo de los padres vendiendo fantasías a sus hijos. Se decía que ese es el lado oscuro del capitalismo, y luego se perdió el hilo de su pensamiento en historias de revolución rusa y héroes vestidos de gris en los campos cubiertos de nieve de su lejana tundra. Cerró los ojos y pensó en lo que dejó allá. Extrañaba más que nada a la gente, pero no sólo a su familia. Extrañaba sentirse parte de algo, saberse componente útil de un sistema que mueve las cosas. Aquí y ahora, no era nadie, no era nada. No había ojos que le dedicaran las miradas de admiración que recibía cuando entraba en los gimnasios, en las salas de entrenamiento. No, estos niños no conocían su rostro y no deseaban ser como él. Si tan sólo supieran de sus victorias. La mano con la botella se elevó de nuevo, y dio un trago más grande. Lo pasó esta vez sin quejarse. Puso la botella a su lado y abrió el sándwich. Las tres palomas que buscaban comida se le acercaron en busca de algo y Alexei les recompensó con unos pedazos de pan. Dio otra mordida al bocadillo y luego otra más. En realidad lo estaba disfrutando. Mientras miraba a las palomas, sus ojos volvieron a divagar. Esta vez vieron algo que llamó su atención: Una joven veinteañera sentada leyendo a dos bancas. Parecía estar cuidando los bolsos de alguien más, por lo que una mano reposaba en las pertenencias y otra sostenía el libro. Al levantar la mano para dar vuelta a la hoja, la mirada de ella se cruzo con la de él. Retiró la mirada rápidamente y al voltear de nuevo al libro una sonrisa se dibujo en su boca. El ruso se limpió los labios con una servilleta y se paró de la banca. Preparó su mejor sonrisa y se dirigió hacia ella. No todo sería un amargo jugo de naranja este día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario