lunes, 7 de marzo de 2011

Cosas de Familia

Habiendo quedado de lado el enorme escritorio azul, el que estaba junto al ventanal francés que da justo a la parte trasera del jardín principal, el tapete persa con sus flores y diseños rebuscados adornado por flecos marrones , naranjas y grises, que servía de protección para evitar las ralladuras de las patas pesadas en la madera del piso, fue poco obstáculo, y para los nerviosos ojos que se encontraban una y otra vez a lo largo de toda esta peligrosa operación fue la señal que anunciaba estaban muy cerca de obtener el tesoro. Lizbeth, siendo la más robusta de las dos, tiró firmemente de una esquina del tapete, apretujándolo con sus manos lo sintió más pesado de lo que había imaginado. Karina la observaba arrodillada enfrente, su rostro denotaba la energía y la gracia de los veinte años que tenía, con ojos vivarachos, observaba el tapete y a Lizbeth de manera alterna, sus gestos le daban un aspecto de menor edad.

Con un fuerte resoplido, y medio grito ahogado, Lizbeth dio el último tirón, se escucho el sonido de alguna tela desgarrándose y el tapete cedió finalmente, dejando ver los pequeños clavos con los cuales estaba sujeto al suelo, motivo de aquel esfuerzo adicional por parte de la chica regordeta. Karina inclinó el cuerpo frágil hacia adelante, agachando la cabeza un poco para ver con mayor claridad lo que el tapete ocultaba. Lizbeth se incorporó para tomar la misma postura de Karina. Movieron ambas lo que quedaba el tapete descubriendo, para su desconcierto, una pequeña puerta del tamaño de una caja de galletas. La puerta tenía una inscripción muy pequeña en una de las esquinas, una inspección minuciosa reveló que era el nombre del fabricante solamente. Justo al centro, adornada con motivos florales tallados en metal, algo opaco, una pequeña manivela, a manera de chapa, dominaba la poco ocupada superficie de la puertecilla.

Sus miradas volvieron a coincidir y en sus rostros los labios dibujaban ya enormes sonrisas. No emitían sonido alguno y finas gotas de sudor aparecieron en Lizbeth, culpa del esfuerzo y el peso adicional de su cuerpo. Después de observar aquella chapita durante unos segundos que se les antojaron eternos decidieron abrirla, un acuerdo silencioso entre ellas dio a Lizbeth, la más arrojada, este privilegio. Finalmente lo que importaba era el valioso botín que la puerta resguardaba en aquella disimulada caja fuerte.

La mano rolliza giró lentamente la cerradura. Fue una agradable sorpresa el no encontrarla cerrada con seguro. Esto debió ser la primer señal que las cosas estaban siendo demasiado fáciles, pero la euforia del momento ocultó este detalle. Jaló la puerta hasta dejarla totalmente abierta, dentro, lo único que había era una bolsa de cuero negra, la cual se miraba vieja por tantas cuarteaduras en su superficie. Karina no perdió tiempo y sus manecitas la tomaron rápidamente. La abrió y su sonrisa en el rostro desapareció. Lizbeth la miró extrañada y sólo reaccionó cuando Karina le extendió la mano para pasarle la pequeña tarjeta de color marfil que decía:

"Gracias por matar al Tío Alberto y sin darse cuenta, decirme donde estaban las joyas. Hasta nunca. Leopoldo."

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