martes, 29 de marzo de 2011

Tiburones

 

tiburcio

Anoche soñé con tiburones. Creo que alguna vez comenté que la mayoría de mis sueños son muy vívidos, muy intensos, demasiado cinematográficos, con todo exagerado. Anoche no fue la excepción y tuve una pesadilla extraña. Me encontraba yo en el puerto de San Diego, con un grupo de personas, cuando nos avisan que podemos abordar al crucero, era por la tarde y sentía la brisa marina muy fría. Por alguna razón, todos traíamos puestos los chalecos salvavidas, sencillos, de color anaranjado brillante con correas de nylon negras. Nada fuera de lo común. Andábamos caminando todos de un lado a otro por la cubierta blanca del pequeño crucero, más bien parecido a un yate muy grande. La tierra firme desapareció de nuestra vista muy rápido y meseros vestidos con pequeños saquitos blancos y moños negros se encargaban de llenar las alargadas copas de champaña y reabastecer las mesas de bocadillos diversos. La iluminación era perfecta y todo discurría de manera agradable. Mi compañía y yo estábamos en la proa del barco, muy a la Titanic, y comentábamos sobre los tonos tan diferentes que tenía el mar y como empezaba a picarse un poco, lo cual se sentía en la manera en la que la embarcación se movía de un lado a otro haciéndonos balancear cada vez más.

Después de un rato y de imágenes extrañas, el sol estaba ya en su camino a ponerse pero el cielo estaba todavía muy iluminado, todos vimos como entre las aguas aparecían las aletas de grandes tiburones blancos. Muy grandes, la tierra firme se veía muy lejos en la distancia, todos estábamos en un estado de nerviosismo controlado. Repentinamente un tiburón saltó, como si fuera un delfín, y me tumbó al agua. Estuve flotando un momento agitando mis brazos intentando dirigirme de nuevo al barco, ya que por el chaleco permanecía perfectamente a flote, pero el miedo me impedía moverme de manera adecuada. Miraba que más y más aletas dorsales de tiburones me rodeaban y luego desparecían para después reaparecer por otro lado. No sabía para donde voltear ni si debía o no gritar. Sentí un fuerte agarrón en el pie hasta la altura del tobillo y luego el agua me tapó la cabeza. Miraba al mismo tiempo hacía el fondo donde uno de los tiburones tiraba con fuerza de mi pie entre sus mandíbulas y me arrastraba a un fondo oscuro. Por otra parte, miraba hacia arriba y podía ver los rostros distorsionados de las personas en la embarcación intento ver hacía donde me hundía, estresados y confundidos. El tiburón seguía arrastrándome y no había nada que yo pudiera hacer para escapar. No importaba que tan fuerte intentara nadar hacia la superficie. El animal era mucho más fuerte que yo. Miré una última vez el barco que ahora estaba muy lejos de mí y la oscuridad del agua de mar tan profunda, donde la luz ya no llega, me cubrió por completo. Fue entonces cuando desperté sobresaltado y con el corazón acelerado.

martes, 22 de marzo de 2011

El corazón en la estufa

Dentro de las múltiples categorías en las cuales puede encajar este espacio, en la cual va algo lento por cierto, es en la de ser un espacio para mis delirios gastronómicos. Un lugar de reflexión abierta donde expongo las cosas que me gustan del delicioso arte (y a estas fechas y situaciones, privilegio) del buen comer y el buen beber. Porque habrá quien de manera ranchera diga que "para morir, nacimos", pero el tiempo entre dichos eventos lo pasamos más bien comiendo. Por habrá personas que digan que no aman, pero todos comemos algo.

Yo veo en el cocinar para alguien una muestra de mi afecto. Pienso que podría escribir miles de palabras intentando describir mis complejos sentimientos o apreciaciones por alguien, pero me gusta más poner unos minutos de mi vida en un plato y al servirlo, viendo los rostros (casi siempre) gustosos sentir que he dedicado un pedacito de mi existencia a hacerlos sentir bien. Que pudiendo ordenar pizza o comida china decidí consentirles. Porque les quiero. Además que coincido con un artículo que leí hace poco donde se dice que muy dentro del corazón de cualquier cocinero hay un showman queriendo salir a la superficie. Los que me conocen estarán totalmente de acuerdo.

viernes, 18 de marzo de 2011

Soledad

Hace tanto tiempo que no le veo, que la claridad de su rostro empieza a desaparecer de mis recuerdos. Nunca pensé que llegaría el día en que no mencionara su nombre al menos una vez en voz alta o en mi pensamiento. No creí que podría ver una fotografía de nuestros tiempos felices sin sentir el nudo en la garganta y las ganas de llorar reprimidas intentando a toda costa no sentir el efecto de su partida o su presencia impregnada en las paredes vacías de cada habitación de esta casa en la playa. Y ahora, cuando mi frente está tocando el cristal tibio de la ventana donde solíamos ver los atardeceres y nos dedicábamos sonrisas con caricias delicadas de afecto, no hay sentimientos de ningún tipo. No existe nada en el corazón pues todo sentimiento fue arrastrado por el caudaloso cauce de mis lágrimas sin final, que sólo desaparecían al ser evaporadas por la nostalgia y el calor de mi piel solitaria.

En el vaho que exhalo en el cristal, dibujo con mis dedos la figura de una ballena saltando la luna y las estrellas. Solíamos charlar por horas de cualquier cosa. Me maravillaban sus elocuentes historias acerca de seres maravillosos de los cuales escribiría. En sus manos parlanchinas, los mundos que imaginaba cobraban vida para mí, y las vívidas descripciones se imprimían en mi mente como fotografías. Ahora ya no las recuerdo bien. Ya casi no recuerdo nada, todos estos años sin sentir mermaron mi memoria, no quiero ya saber que vendrá. No quiero imaginar que será de mí a mi edad. Ahora me conformo con el día a día y trato de encontrar algo de sentido a los retazos de existencia que me queda pintando mis emociones. Quisiera ser como la ballena que escapa al cielo y descansar de una vez ya. Noventa años son muchos y se sienten más cuando lo único que hay en tu vida es silencio.

miércoles, 16 de marzo de 2011

De Rusia con amor

El alboroto y el sonido de las risas de júbilo llenaban el ambiente del lugar aquella mañana con brisa fresca pero con el solecito que sabe como quemar la piel si se queda uno mucho tiempo bajo su luz. Los niños y los padres caminaban de un lado a otro por los pasillos rodeados de multicolores atracciones. El hombre que vendía los globos caminaba lenta y pesadamente, abriéndose paso entre la multitud, ofreciendo su mercancía al tiempo que soplaba por un silbato de bronce muy brillante, el cual mantenía así limpiándolo con un paño que pendía de su cintura. En la explanada central, donde estaban las áreas de descanso y los lugares, estratégicamente colocados, para comer, las bancas se encontraban repletas de señores y señoras pidiendo un poco de descanso a los pequeñines, que suplicaban no parar ni un segundo la diversión que el lugar ofrecía. A medida que el sol subía, los colores parecían tomar nuevos bríos y se tornaban aun más brillantes.

Entre las personas sentadas en aquellas bancas se encontraba Alexei Ryazanov, el color rubio de su cabello, la piel de un blanco lechoso y los ojos de color azul celeste le delataban como extranjero. Sin embargo, entre el ir y venir de los niños, los gritos de llamado de los padres, el ruido de las bolsas de frituras abriéndose y la música de fondo, nadie parecía notar que estuviera ahí sentado. Con un sándwich en la mano derecha, todavía envuelto en la cubierta de plástico sellada con una vistosa etiqueta con el rostro de la mascota favorita del parque de diversiones en el que se encontraba. En la otra mano, sostenía el jugo de naranja que probó y no le había gustado. Sereno, resguardándose de los rayos del sol bajo la sombra de un árbol, observaba todo cuanto pasaba delante de él. Miraba a la señora obesa que paseaba con los dos perritos chihuahuas, al señor calvo que traía la etiqueta de su camiseta polo de fuera y como su esposa le perseguía tratando de acomodarla, a los jóvenes que parecían recién casados pero tenían tres hijos y la esposa estaba de nuevo en cinta. Los ojos de Alexei miraban todo. Sus manos no soltaban ni la botella ni el sándwich. Aspiró profundamente y el olor de los pinos y los sauces le llenaron los pulmones. Se sintió tranquilo, dio un trago al jugo de naranja y el amargo sabor le recordó porque no lo quería tomar. Pensó que le hacía falta unas cuantas onzas de vodka para poder hacerlo pasable y aun así, preferiría tomar el vodka solo para no tener que arruinarlo con el mal sabor del jugo amargo.

Llevaba el ruso apenas unos días de haber llegado a la ciudad. Sentado en esa banca empezaba ya a arrepentirse de la decisión de visitar el parque. Pensó que encontraría algo más típico, un despliegue de las tradiciones, de los usos y las costumbres del país. Pero desilusionado solo miraba lo mismo que en todos los parques que toda su vida había visitado. La mercadotecnia que intentaba arrancar el dinero del bolsillo de los padres vendiendo fantasías a sus hijos. Se decía que ese es el lado oscuro del capitalismo, y luego se perdió el hilo de su pensamiento en historias de revolución rusa y héroes vestidos de gris en los campos cubiertos de nieve de su lejana tundra. Cerró los ojos y pensó en lo que dejó allá. Extrañaba más que nada a la gente, pero no sólo a su familia. Extrañaba sentirse parte de algo, saberse componente útil de un sistema que mueve las cosas. Aquí y ahora, no era nadie, no era nada. No había ojos que le dedicaran las miradas de admiración que recibía cuando entraba en los gimnasios, en las salas de entrenamiento. No, estos niños no conocían su rostro y no deseaban ser como él. Si tan sólo supieran de sus victorias. La mano con la botella se elevó de nuevo, y dio un trago más grande. Lo pasó esta vez sin quejarse. Puso la botella a su lado y abrió el sándwich. Las tres palomas que buscaban comida se le acercaron en busca de algo y Alexei les recompensó con unos pedazos de pan. Dio otra mordida al bocadillo y luego otra más. En realidad lo estaba disfrutando. Mientras miraba a las palomas, sus ojos volvieron a divagar. Esta vez vieron algo que llamó su atención: Una joven veinteañera sentada leyendo a dos bancas. Parecía estar cuidando los bolsos de alguien más, por lo que una mano reposaba en las pertenencias y otra sostenía el libro. Al levantar la mano para dar vuelta a la hoja, la mirada de ella se cruzo con la de él. Retiró la mirada rápidamente y al voltear de nuevo al libro una sonrisa se dibujo en su boca. El ruso se limpió los labios con una servilleta y se paró de la banca. Preparó su mejor sonrisa y se dirigió hacia ella. No todo sería un amargo jugo de naranja este día.

lunes, 14 de marzo de 2011

En una ola

Hay días, cuando viajo por la costa que le veo. Siempre en constante movimiento pero tan inmenso que parece no moverse nunca. A mí no me gusta meterme a nadar al mar. No soy un buen nadador, no lo he sido y parece ser que no lo seré. En los pocos días de sol al año que tenemos en estas tierras, cuando vamos a la playa, soy de los últimos en meterse y el primero en salir. Me gusta la tierra, tener los pies bien firmes en algo y saber con total certeza que es aquello que piso. Prefiero las piscinas, son menos traicioneras y el agua, aunque con cloro, me permite más o menos ver mucho más allá de lo que puedo hacerlo en mar abierto. Además tiene límites bien definidos y puedo ponerme las aletas, el visor y el snorquel y con los ojos cerrados avanzar lentamente, como si volara, amortiguando los sonidos externos a mí bajo el fluido ambiente y sin miedo de perderme en las profundidades. Sé que mi cabeza o mis manos tocarán, tarde o temprano, una pared pintada de azul celeste o de azulejos esmaltados de colores brillantes.

Con el mar es diferente. No tiene límites, no conozco a nadie que haya pisado lo más hondo del mar. Sé muy bien que hay instrumentos que nos permiten hacer mediciones precisas de todo esto, pero estoy seguro que hay lugares a donde no hemos ido, donde no hemos explorado, donde no hemos pisado. Nadie puede asegurar, hoy, que llegamos al más profundo límite. Y además es tan oscuro en el fondo. Es como si una gran bestia te tragara vivo y no te dieras cuenta que lo que tomas como un paseo es todo un proceso digestivo. El mar me impone, es impetuoso e impredecible. El respeto que nace dentro de mi me obliga a clavar mis pies en la tierra. Soy tan pequeño a su lado, soy nada.

Veo en las noticias de este fin de semana la tragedia al otro lado del mundo. Me horroriza pensarme en esa situación, es como si una de las peores pesadillas mías se materializara de pronto. Somos tan pequeños, somos tan efímeros. Veo en las imágenes de la televisión a la gente desaparecer bajo las olas del mar y me nace un nudo en la garganta. Tantas vidas se apagaron ahogadas en las saladas burbujas azules que es imposible no revalorar la existencia. ¿De qué sirve la casa, el auto, los ahorros de toda una vida cuando uno ya no está? Cuando a quienes amabas han muerto.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Bajo la ciudad

El repugnante olor era cada vez más insoportable ahí abajo, la penumbra que inundaba el lugar ocultaba a la simple vista lo que lo provocaba y eso solamente lo hacía peor al no saber con certeza que es lo que pisaba a cada paso que daba. En un momento, cuando se permitió bajar su nivel de alerta, su pie pisó algo que le hizo tambalearse. El ladrón apretó junto a su pecho con el brazo izquierda su preciada posesión mientras con la derecha, a tientas, trataba de apoyarse en la pared del túnel para no perder el equilibrio y caer a las nefastas aguas que inundaban el suelo del alcantarillado. A pesar de sus intentos no tuvo nada lo suficientemente cerca para afianzarse, fue sólo el reflejo de poner un pie más atrás el que le libró de la desagradable experiencia de empaparse en los líquidos oscuros y espesos de olor nauseabundo.

Estuvo inmóvil unos instantes, casi evitando respirar, con cuidado, fue recuperando la postura y se decidió a avanzar dejando tras de sí la luz que se colaba por la alcantarilla mal tapada de la calle en la superficie. Los rayos naranjas del mercurial podían ser pasados por la cálida luz divina del sol que irrumpía la azulosa oscuridad de las cloacas citadinas, desvaneciéndose antes de tocar el suelo, muriendo en la más pura manera, sin manchar su esencia con el sucio roce del suelo yaciente bajo sus vestiduras luminosas. Mismas que ocasionaban la huída del ladronzuelo de poca monta, que en esta noche la vida y el destino le habían puesto en el lugar adecuado en el momento preciso, y pudo hacerse del gran botín encerrado en un pañuelo viejo que su brazo intentaba incrustar en su pecho para no perderle. La oscuridad, que sus ojos intentaban desentrañar, sólo era el gran telón que le separaba del brillante futuro lleno de placeres mundanos que su mente imaginaba, todo lo que le había sido negado en la vida sería suyo finalmente. Sus oscuros deseos tanto como sus ingenuas aspiraciones danzaban ante sus ojos, y eran tan fuertes que ni el olor o la oscuridad le hacían retroceder un solo milímetro. Paso a paso, despacio para no caer, se internaba en el túnel, relajándose cada vez más a medida que el hedor y la oscuridad le envolvían. Tuvo entonces el valor de voltear la cabeza para cerciorarse que nadie le seguía. La alcantarilla quedaba ya demasiado lejos y la luz filtrada no era más ya que una estrella solitaria, distante en el cielo nocturno de los confines delimitados por los ladrillos viejos con musgo de aquel lugar.

Pensaba en salir por otra alcantarilla unas cuantas calles al sur. El rudimentario plan que hacía a medida que caminaba le parecía perfecto. Saldría por el lado sur de la ciudad, cerca del muelle, una vez ahí, podría enjuagarse en el agua de mar toda la porquería que se le iba pegando en las cloacas. Caminaría por los callejones menos peligrosos hasta llegar a su casucha, hacia el este. Ahí separaría el botín en partes pequeñas para irlas acomodando sólo en las casa de empeño donde sabía no le pedirían ningún tipo de referencia o comprobantes de propiedad. Las cosas más caras las vendería en el mercado negro. Todo sería cuestión de un par de semanas, cinco en el peor de los casos, pensaba que sería mejor guardar las apariencias y no hacer despliegue de su nueva fortuna adoptando los excéntricos gustos de los nuevos ricos. No, él era más inteligente que ellos. Seguiría vistiéndose modestamente durante este tiempo, tal vez unos meses más en lo que las aguas se calman, después desaparecería de la ciudad para no volver jamás. Iría a las costas del este, donde siempre quiso vivir, pero que sólo conocía cuando miraba televisión en la cafetería o cuando hojeaba alguna revista tirada en la calle. Se decía a si mismo que eran las ciudades donde la gente sí sabe vivir bien, que era lo menos que él merecía después de toda una vida llena de miseria y hambre.

Ahora sus dos brazos sujetaban el paquete, por nada del mundo pensaba soltar lo que representaba la vida que siempre deseó, de la cual nunca se vio tan cerca como hasta ahora. Su felicidad no hacía más que aumentar al sentir dentro de sí que la salida de aquellos túneles se encontraba más cercana. Sus ojos se acostumbraban ya a la penumbra pero no podía distinguir con claridad formas precisas, escudriñaban el ambiente buscando una ínfima señal de luz como indicación de alguna alcantarilla, su gran telón. Pero no había nada que ver. Nada que denotará la presencia de la deseada salida al exterior, al aire limpio y fresco que suele haber en las ciudades costeras. Se convenció que sólo necesitaba unos instantes más y que pronto le vería iluminando el camino. Después de todo ya llevaba varios minutos caminando. Sin embargo, los instantes se convirtieron en minutos que se sentían como horas, era difícil decirlo, no tenía ninguna referencia que le indicara el tiempo que había pasado exactamente bajo tierra. Aunque estaba rodeado de agua, la sed secaba su garganta. La respiración se le hacía difícil, el pesado aire le provocaba nauseas en cada aspiración. Los pies estaban empapados, el cuero de sus zapatos empezaba ya a tallar de manera incomoda sus tobillos. Únicamente escuchaba el agua que movía al recorrer el túnel cuando sus pies se ponían uno delante de otro, se hacía más evidente el esfuerzo que necesitaría para poder salir de ahí. Sus pensamientos divagaban ahora de un lugar a otro, de su futuro a su realidad sombría. Fue entonces cuando escuchó el sonido de metal, parecía lejano y parecía de la calle, pero si lo pudo escuchar significaba que tendría que esforzarse sólo un poco más y llegaría. La emoción le hizo acelerar el paso lento, precavido, a un ligero trote. Si el lugar hubiera estado iluminado se habría dado cuenta que se encontraba frente a una bifurcación. Y que tomó la ruta del drenaje profundo.

No escuchaba más el sonido pero mantuvo el trote, aceleró un poco, sintiéndose confiado en que la salida estaba más adelante. Habrían pasado unos segundos cuando uno de sus pies se hundió de manera repentina en el suelo, en una especie de registro de agua destapado, esto ocasionó una estrepitosa caída que terminó en el gran remojón que tanto había temido. El reflejo natural fue tratar de levantar la cabeza y detenerse con un a mano para no soltar el paquete, pero fue inútil, con el ambiente tan oscuro no podía medir distancias de ninguna manera y termino de bruces en el agua soltando el adorado bulto. Se puso a gatas, y asustado tanteo el piso buscando el envoltorio que se había escapado, y la tristeza gris e inevitable le invadió cuando pudo sólo sentir el pañuelo que envolvía las piezas de joyería fina que había robado. Siguió tocando el suelo, y el asco provocado por los desconocidos desechos no le detenían, pudo recuperar algo que bien podía ser o un anillo o una arracada. No estaba tan seguro, pero lo deslizó en uno de sus dedos para no perderle. Sus sueños se fueron, literalmente, por una coladera. Derrotado, se puso de pie. No quedaba más ya que intentar salir de ese lugar, con casi nada en las manos. Empapado y sucio, se sacudió un poco de mala gana los excesos de agua en sus ropas. Se dispuso a andar en medio de la oscuridad cuando su cabeza y luego su cuerpo chocaron contra algo muy firme que le impedía el paso. Extendió sus manos para reconocer que era aquello y su corazón se heló cuando sintió entre sus dedos el resoplido violento de algo que se sentía como un rostro.

Los días pasaron, y la policía dio por cerrado el caso, pues no se había encontrado ni al ladronzuelo ni el botín. Ninguno de los posibles compradores tenía nada parecido a lo que el reporte de robo describía y no hubo ninguna persona que reclamara la desaparición del delincuente. Mientras esto sucedía en el centro de la ciudad, en otra parte, en un desagüe que desembocaba en el río, arrastrado por la corriente tranquila del drenaje que brotaba de la oscuridad, un pedazo de dedo cercenado con un anillo de diamantes ensangrentado flotaba hacia la luz del día.

 

lunes, 7 de marzo de 2011

Cosas de Familia

Habiendo quedado de lado el enorme escritorio azul, el que estaba junto al ventanal francés que da justo a la parte trasera del jardín principal, el tapete persa con sus flores y diseños rebuscados adornado por flecos marrones , naranjas y grises, que servía de protección para evitar las ralladuras de las patas pesadas en la madera del piso, fue poco obstáculo, y para los nerviosos ojos que se encontraban una y otra vez a lo largo de toda esta peligrosa operación fue la señal que anunciaba estaban muy cerca de obtener el tesoro. Lizbeth, siendo la más robusta de las dos, tiró firmemente de una esquina del tapete, apretujándolo con sus manos lo sintió más pesado de lo que había imaginado. Karina la observaba arrodillada enfrente, su rostro denotaba la energía y la gracia de los veinte años que tenía, con ojos vivarachos, observaba el tapete y a Lizbeth de manera alterna, sus gestos le daban un aspecto de menor edad.

Con un fuerte resoplido, y medio grito ahogado, Lizbeth dio el último tirón, se escucho el sonido de alguna tela desgarrándose y el tapete cedió finalmente, dejando ver los pequeños clavos con los cuales estaba sujeto al suelo, motivo de aquel esfuerzo adicional por parte de la chica regordeta. Karina inclinó el cuerpo frágil hacia adelante, agachando la cabeza un poco para ver con mayor claridad lo que el tapete ocultaba. Lizbeth se incorporó para tomar la misma postura de Karina. Movieron ambas lo que quedaba el tapete descubriendo, para su desconcierto, una pequeña puerta del tamaño de una caja de galletas. La puerta tenía una inscripción muy pequeña en una de las esquinas, una inspección minuciosa reveló que era el nombre del fabricante solamente. Justo al centro, adornada con motivos florales tallados en metal, algo opaco, una pequeña manivela, a manera de chapa, dominaba la poco ocupada superficie de la puertecilla.

Sus miradas volvieron a coincidir y en sus rostros los labios dibujaban ya enormes sonrisas. No emitían sonido alguno y finas gotas de sudor aparecieron en Lizbeth, culpa del esfuerzo y el peso adicional de su cuerpo. Después de observar aquella chapita durante unos segundos que se les antojaron eternos decidieron abrirla, un acuerdo silencioso entre ellas dio a Lizbeth, la más arrojada, este privilegio. Finalmente lo que importaba era el valioso botín que la puerta resguardaba en aquella disimulada caja fuerte.

La mano rolliza giró lentamente la cerradura. Fue una agradable sorpresa el no encontrarla cerrada con seguro. Esto debió ser la primer señal que las cosas estaban siendo demasiado fáciles, pero la euforia del momento ocultó este detalle. Jaló la puerta hasta dejarla totalmente abierta, dentro, lo único que había era una bolsa de cuero negra, la cual se miraba vieja por tantas cuarteaduras en su superficie. Karina no perdió tiempo y sus manecitas la tomaron rápidamente. La abrió y su sonrisa en el rostro desapareció. Lizbeth la miró extrañada y sólo reaccionó cuando Karina le extendió la mano para pasarle la pequeña tarjeta de color marfil que decía:

"Gracias por matar al Tío Alberto y sin darse cuenta, decirme donde estaban las joyas. Hasta nunca. Leopoldo."

viernes, 4 de marzo de 2011

Encarcelado

Acabo de ver el documental "Presunto culpable" en el cine y la encontré atemorizante. No es una película de horror y me hizo sentir temor. Expone de manera muy simple el caso de un tal Toño, una persona acusada injustificadamente por un asesinato que él no cometió, él es el presunto culpable. Es una persona inocente metida en lo más profundo de la cárcel, condenado a pasar un poco más de veinte años de encierro sin motivo real alguno. De no ser porque las coincidencias de la vida y un gran golpe de suerte le pusieron en el mismo camino de una pareja de abogados que hacían su doctorado, su historia hubiera sido más bien de encierro y olvido. Ellos, junto a un abogado penalista, descubren una serie de irregularidades que les consiguen anular el primer juicio y abrir uno nuevo y "fresco", las comillas son porque es el mismo juez el que se encarga del caso nuevamente.

Por fortuna para el joven, el caso termina a su favor después de un dramático desenvolvimiento. El mérito que tiene el documental es mostrarnos como todos estamos expuestos a los atropellos por parte del sistema de justicia. Esa es la verdadera historia de horror: El expediente de nuestro caso sepultado bajo miles de expedientes más, recibiendo la atención únicamente del polvo que cae y que una corriente de aire mueve de cuando en cuando.

Me he preguntado en un par de ocasiones que sería de mí si fuera yo a dar en la cárcel por algo, pero prefiero evadir ese tipo de cuestionamientos internos. No encuentro fructífero angustiarse por cosas que no son. Y espero fervientemente, que no sean jamás.