martes, 11 de agosto de 2009

Infancia de Sal

 

No recuerdo claramente que día del mes era entonces, ni si hubo tacto para comunicarme la noticia o no. Lo que claramente recuerdo es que esa tarde yo tenía la convicción plena que dejaba esa casa para siempre. Era el año del 84. Yo apenas alcanzaba un poco más allá de la alacena para tomar los vasos, mi hermano Jafet medía lo mismo que mi hermana Lizet, que a su vez medía lo mismo que yo. Era verano, eso sí lo recuerdo claramente; llevaba puesto un conjuntito de shorts y camiseta a rayas de color rojo granate. Un rojo intenso que contrastaba con la palidez acaramelada de mis piernas de niño activo, llenas de costras y cicatrices de batallas luchadas, algunas pérdidas otras tantas ganadas. El calor era abrumador ese verano, a la menor provocación, por cualquier esfuerzo, por minimo que este fuera, el sudor resbalaba incesante de nuestras frentes y llenaba nuestros pequeños cuerpos hasta empapar la ropa. Fue pues, durante ese caluroso verano que mi mamá nos dijo que nos iríamos a vivir a Guerrero Negro con el Abuelo. Que estaba enfermito y que necesitaba muchos besos nuestros para que se curara. Ahora que lo recuerdo me sorprendo de lo increíblemente ingenuo que puede llegar a ser un niño. Yo creí todas y cada una de aquellas palabras. Todas. Y lo primero que pasó fue que a nuestra llegada el Abuelo estaba más fuerte que un roble y mi mamá se peleó con el apenas puso un pie fuera del taxi que nos llevaba de la Terminal a la casa. Nada resultó ser cierto, no al menos de la manera que nos quisieron hacer creer.

Pues bien, recuerdo el calor de 1984 como si fuera apenas ayer o unos minutos. Recuerdo la devastadora noticia y como lo tomé. Con la importancia que mis nueve años eran capaz de dar. Con la importancia que un suceso que de manera consciente se reconoce como cambiador del destino llega y toca la puerta de mi vida sin yo invitarle o estarle esperando. El recuerdo esta latente en mi memoria. Subí en algún momento del día y me despedí de mis rincones favoritos, de las paredes, de las puertas. Me despedí de aquel ropero grande y viejo que sirvió de refugio en tantas ocasiones y cuya oscuridad fue cómplice de tantas fantasias irrealizadas. Dije Adiós a todos y cada uno de los bloques que construían mi hogar. A lo que mis ojos se habían acostumbrado ya a ver, como si de la oscuridad de una noche muy negra se tratase. Dije Adiós y di media vuelta y salí de ahí para siempre. El niño jamás volvió. Regreso un adolescente tiempo después, pero el niño aquel de los rubios mechones de cabello jamás llegó de nuevo a tocar sus puertas, a divagar en el armario de madera aun más viejo que de costumbre, de aspecto más pequeño que entre sus olores escondía aun las viejas travesías a mundos de fantasías interminables que años atrás ofrecieron las puertas de escape a tantas vicisitudes presentadas por la vida.

Cuando rocé con las yemas de los dedos, en lo que en ese entonces pensaba yo era la última vez que lo hacía, las paredes de mi casa, la atención se centraba en la textura irregular del cemento, su falsa suavidad provocada por varias capas de pintura de aceite medio mal aplicada meses atrás por la experta de mi madre en esos menesteres de reparaciones domésticas que ni terminan y uno no sabe si realmente empezaron. Cada orificio, cada bulto, se presentaba ante mis dedos como nuevo, como algo exótico, pretendía grabarme mis recuerdos en los dedos y pensaba que esas paredes los contenían.

El viaje a Guerrero Negro habría de quedar impreso en mi memoria gracias a la tragedia. Una vaca perdió la vida, el autobús en el que viajabamos la atropelló. Fue bastante aparatoso y después de los gritos de conmoción y espanto, el chofer triunfal anunció para nuestro supuesto beneplácito que no sería necesario transbordar de unidad, que aquel animal sólo había abollado parte de la defensa y que a pesar que no le servía una luz alta podríamos llegar sanos y salvos (aunque realmente ya nadie le creía) a nuestros destinos finales. Dicho lo anterior, el feliz chofer, sintiendo el pecho hinchado por el orgullo de haber resultado héroe de la situación (aunque me pregunto y no lo recuerdo, si alguien le habrá cuestionado en primer lugar porque se sentía así si el fue el responsable de tan deleznable incidente) prosiguió el trayecto. Claro que como en casi todo, las reacciones secundarias estaban escritas en letra chiquita y casi ilegible, en este nuestro inexistente contrato de viaje, ya que resultó que debido al aparatoso atropellamiento vacuno, el autobús dejaba una estela de apestosa muerte a lo largo y ancho de la carretera. Era insoportable el olorcito a vaca destazada. Como una concentración de vacas y sangre inaguantable. Que, para nuestra fortuna, no tuvimos que soportar demasiado, ya que faltaban solo un par de horas para llegar a Guerrero Negro.

Era muy temprano por la mañana y no hacía calor. Parecía que no solo hubiésemos viajado en la distancia, sino también en el tiempo. El lugar se miraba desolado, no había grandes casas ni edificios. Las calles estaban cubiertas, en vez de asfalto, de una mezcla extraña e iridiscente de color café claro o gris blancuzco. Los años me enseñarían que se llamaba salitre. El cielo parecía ocupar gran parte de lo que mis ojos alcanzaban a ver. La tierra se extendía de manera impresionante hasta perderse en el cielo azul, medio nublado y medio frío de aquella mañana, mi primer mañana en el pueblo. Yo con nueve años encima. Con un futuro que me sabía a incertidumbre. Estaba parado a un lado de la carretera y fue cuando conocí su viento que de manera perseverante sopla sin descanso día y noche, cerré los ojos y me despedí de mi vida como la conocía hasta ese momento. Aspiré profundamente para llenar mis pulmones del nuevo aire que me rodeaba, sentí su húmeda caricia en mis mejillas y regresé a donde estaba mamá. Subimos el equipaje a un taxi y le escuché decir con algo de inseguridad –Vamos a darle una sorpresa a tu abuelo.

Cerré la puerta del auto. Y avanzaron ante mis ojos los mismos colores todo el tiempo en aquel corto trayecto. Con tan sólo nueve años encima, supe entonces, que ya nada sería igual para mí.

1 comentario:

Gaviotica dijo...

Lo que no te mata, te hace fuerte