miércoles, 16 de febrero de 2011

En el Estanque

 

Esa noche en particular el cielo estaba despejado, algo raro pues era temporada de lluvias y el aire soplaba ligero y húmedo, suficientemente fresco como para requerir portar una chaqueta como protección. A los grillos parecía no importarles tanto el clima, y animosamente entonaban sus llamados. Las hojas de los lirios cerca del estanque se frotaban entre si al inclinarse de un lado a otro, sus movimientos provocados por el aire dibujaban patrones que figuraban a un gigante caminando entre ellos, de anchos pies, que se abrían paso al avanzar. Entre este peculiar ensamble musical nocturno sobresalían los murmullos de los tres chicos sentados en un tronco cerca del agua, ubicado en un claro pequeño que hacía las veces de muelle para las improvisadas balsas de troncos en las que solían jugar imaginando que eran corsarios o bucaneros que gallardamente atravesaban el océano en busca de fortuna y aventuras en apartadas tierras exóticas.

Uno a un lado del otro, las tres pequeñas siluetas hablaban muy bajo, de manera pausada, casi sin voltearse a ver. Las voces eran difícilmente entendibles si no se estaba cerca. Uno de ellos frotó la piedra que sostenía en una de sus manos y de un movimiento ágil la lanzó al agua. – ¡Plop! – Hizo la piedra al hundirse sin rebotar en la superficie una sola vez.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? – Preguntó el más pequeño – Y su voz parecía cortada, reprimiendo el sentimiento y las ganas de llorar.

– No sé… Tengo que pensar ­– Respondió el que acababa de lanzar la piedra y que estaba sentado al otro extremo del tronco.

Los tres se quedaron callados. El más pequeño no pudo más contenerse y empezó a llorar muy quedito.

– Sea, lo que sea que vayamos a hacer o decir – Dijo el tercer niño– lo único seguro es que estamos metidos en problemas.

Y al terminar de decir esto volteó al cielo y vio las estrellas como nunca las había visto, lamentó no haber apreciado aquello durante el corto tiempo que tenía de vida e imaginó, sólo por un breve instante, que salía volando hacía ellas para perderse en su inmensidad y su luz. Luego se agacho callado. El silencio volvió a reinar sobre los tres pequeños sentados en el tronco y la luz de la luna reflejándose en el estanque iluminó sus rostros angustiados, sus manos con las espadas de madera y en el suelo, a un costado del tronco, un oscuro charco de sangre y una mano infantil que yacía sin vida.

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