lunes, 16 de abril de 2012

El Visitante

- Misión a la luna. Reporte de avances. Sin indicaciones de vida hostil en el satélite. Combustible del jet pack al setenta y cinco por ciento. Rumbo al cráter más cercano.

Tomé las correas de mi mochila escolar y corrí muy recio por las banquetas que descendían por la avenida que llevaba a mi casa. Imaginando que estas eran los controles del jet pack que me trasladaba en la liviana atmósfera lunar de mi imaginación. Pasaba de largo de un sólo salto cada escalón que se me atravesaba, esquivaba los postes de luz y las cajas donde se encontraban resguardados los medidores. Al llegar a la puerta del pequeño patio delantero,empujé la puerta de la barda y abrí la puerta principal.

- ¡Mamá! ¡Ya llegué! - grité muy fuerte y me dirige a mi habitación donde puse, con muy poco cuidado, la mochila sobre un viejo tocador café que seguramente en los años setentas había sido una sensación de diseño, pero que en este tiempo realmente se miraba bastante dañado y fuera de moda.

Como de costumbre, me dirigí al comedor. La comida estaba lista y mi mamá estaba terminando de servirla para todos. Todo iba transcurriendo normalmente, nada fuera de lo común que llamara mi atención hasta entonces. Levanté mi plato para después, sin mucho protocolo, dirigirme a mi habitación. Mi barra de caricaturas favoritas por televisión estaba por comenzar y tenía deberes escolares que atender.

Encendí la pequeña televisión que tenía en la habitación y saqué los libros y cuadernos apropiados de la mochila. Me senté en la silla del tocador, muy cerca de la televisión para de manera simultánea hacer la tarea y ver las caricaturas. Fue durante la pausa de corte comercial cuando la televisión se quedó muda por un instante. Unos cuantos segundos. Yo seguía escribiendo en el cuaderno a rayas con la pluma de tinta azul los resultados de unas operaciones aritméticas. Y lo escuché. En ese pequeño espacio alcancé a escuchar un leve resoplido algo ronco, pero muy ligero que provenía de patio trasero. La única ventana de mi habitación daba hacia el patio trasero, y mi cuarto era el único cuya ventana daba en esa dirección.

Levanté la vista del cuaderno, con gesto curioso, y justo antes que el sonido regresara a la televisión lo escuché de nuevo. Esta vez tuve la certeza que era real. Que en verdad había algo ahí afuera. Bajé el volumen de la TV y me quedé quieto. Como si cualquier movimiento que yo hiciera pudiese espantar a lo que fuera que estuviera haciendo el sonido.

Muy despacio me incorporé de la silla. Con sumo cuidado acomodé la pluma de tinta azul sobre el cuaderno de rayas, de puntitas me acerqué a la cama que estaba junto a la ventana, me subí a ella, corrí un poco apenas la cortina, lo suficiente para asomar un ojo e intentar ver que era lo que resoplaba afuera. Sentía la respiración agitada, el corazón acelerado, como si dentro de mi supiera que algo no estaba bien, que algo fuera de lo ordinario estaba sucediendo. Sin soltar la cortina, acerqué el rostro a la pequeña rendija de tela de colores que se formó en la cortina.

Mi boca cayó hasta el suelo y los ojos se me desorbitaron de la sorpresa al verle. Por ese breve instante, mi corazón y mi respiración se detuvieron. Un leve mareo por excitación me tomó por sorpresa y me hizo perder un poco el equilibrio. Tragué saliva, parpadee rápidamente para asegurarme que no era una visión. No, realmente estaba ahí. En el patio trasero de mi casa había un gran elefante púrpura.

Abrí la cortina de par en par, pegué el rostro y ambas manos al vidrio de la ventana para observar al animal en cuestión. Y ahí estaba él, parado muy calmado, comiendo unas hierbas que crecían en la tierra. Resoplaba y levantaba la trompa púrpura muy alto de vez en cuando. Mi aliento empañaba el cristal y tenía que limpiarlo muy seguido para que no me obstruyera la vista de la maravillosa criatura que tenía como huésped inesperado aquella tarde calurosa de junio. Seguí observándolo unos minutos más y de no haber sido porque resbalé con las sabanas de la cama y golpeé el marco, todo hubiera seguido igual. El ruido llamó la atención del gigante y volteó en mi dirección. Yo parecía un tonto pues quise permanecer inmóvil soportado por la fricción de mis dedos y lo único que conseguí fue resbalar lentamente hasta quedar incómodamente doblado, formado una L entre la cama y la pared. Recuperé mi posición, y mi dignidad, muy rápido. Apresurado, esperando que el elefante púrpura no hubiera escapado. Me asomé de nuevo y ahí seguía. Sólo que ahora estaba muy atento, observando de manera desconfiada podría decir, en mi dirección. Muy cuidadoso de no apartar la mirada de mi, estiraba su trompa y arrancaba pequeñas ramitas que luego llevaba a su hocico pequeño, curioso de forma pequeña.

Estuvimos quietos los dos, bueno, más yo que él, pues no dejaba de comer. Hasta que decidió que era suficiente. Volvió a lo suyo y a seguir ahí nada más, parado en el mismo sitio. Yo no quería dejar de verlo, pensaba que se iría. Así que no me atrevía a dejar mi posición para ir al patio trasero a encararlo directamente. Luego empecé a preguntarme cosas. Cosas como ¿Qué hace un elefante púrpura en mi patio trasero? ¿Por qué es púrpura el elefante? ¿Cómo es que nadie se ha percatado de su presencia? ¿Cómo llegó el elefante a mi patio trasero? Pero sobre todo, la pregunta que resonaba en mi cabeza como un eco una y otra vez era ¡¿Qué hace un elefante púrpura en mi patio trasero?!

Decidí tomar riesgos; si el elefante desaparecía, algo muy mal andaba conmigo y con mi imaginación. Tomé la determinación de ir al patio trasero. Por un instante iba a salir corriendo, gritando a todos en casa sobre mi hallazgo, pero no se porque no lo hice. Aun ahora sigo sin saberlo. Cerré la cortina, me bajé de la cama y me dirigí al patio trasero. Ví a mi familia sentada en la sala viendo TV, pero no les dije nada, traté de no hacer ruido ni llamar mucho la atención. Tomé la chapa de la puerta que comunicaba con el patio trasero, aspiré una gran bocanada de aire y abrí la puerta.

El elefante púrpura permanecía en el mismo lugar. Tomando las máximas e irresponsables medidas de precaución que a mis diez años podía tener, me acerqué a él. El estomago y el corazón se me fueron al suelo cuando el elefante decidió girar, en el mismo lugar, dando pequeños pasitos hacia mi. Me miró fijamente, sus ojos escudriñaban mi persona entera, su cabeza se movía poquito de un lado a otro, la trompa extendida olfateaba el aire a su alrededor; yo retomé mis pasos y avancé hacia él. El elefante permaneció meciendo su enorme cuerpo en el mismo lugar, no se movía, simplemente estaba ahí. Cuando hube llegado muy cerca, extendí la mano para acariciarle.

- Espero que traigas comida contigo - me dijo. Yo casi muero de un infarto al escucharle hablar y continuó sin darme tiempo a contestar - Verás, no me malinterpretes, la hierba aquí es buena, en verdad, pero a mi lo que me gusta, lo que me vuelve loco, son las galletas de cacahuate ¿De casualidad traerás alguna contigo hoy?

- Puedes hablar ¡Hablas!

- Mmm eso parece ¿No? Aunque, no entiendo la sopresa ¿Acaso nunca habías visto hablar a un elefante?

- ¡Por supuesto que no!

- Es una pena, los elefantes somos famosos por ser excelentes conversadores. Tenemos muchas cosas interesantes que decir. Los monos por otra parte... Pero no hablemos de esos insensatos ¿En que estábamos? ¡Ah! Es verdad, estábamos en que había probabilidad de que trajeras contigo alguna deliciosa galleta de cacahuate ¿Y bien? ¿Traes alguna contigo?

- No, no traigo ninguna, Pero ¿Te gustan las de chispas de chocolate? Creo que puedo traer algunas de la cocina.

- Una galleta de chispas de chocolate no es lo mismo que una galleta de cacahuate. Sin embargo, una galleta, de lo que sea, no deja de ser una galleta. No es una magdalena o un bollo, no señor. Una galleta siempre será mejor que eso y que nada. Amiguito mío, aceptó con gusto tu idea de las galletas de chispas de chocolate.

- Bueno, entonces tu te quedas aquí y no te vayas. No me tardo nada.

Salí corriendo a la cocina sin siquiera pensar en el hecho que estuve hablando con un elefante en el patio trasero de mi casa. Un elefante púrpura. Llegué agitado a la cocina y abrí la puerta de una de las alacenas y tomé la cajita de galletas de chispas de chocolate. Era la única que había en ese lugar. Tomé dos de ellas, una para el elefante y otra para mi. Regresé de inmediato al patio trasero, al fondo alcancé a escuchar el televisor en la sala de la casa y sin voltear pasé de largo apresurándome a salir de nuevo al encuentro de mi extraño nuevo amigo purpúreo. Por un instante, la idea que no estuviera ahí esperando por mi asaltó mi mente, pero la duda fue disipada al ver la colorida mancha enorme en medio de aquel patio.

Corriendo me acerqué con las galletas levantadas al aire, agitándolas como bandera de triunfo. El rostro de mi extraordinario amigo se iluminó, su sonrisa llegaba de oreja a oreja. Cuando estuve a su lado, le ofrecí la galleta, con aquella trompa grande la tomó y le dio una mordidita, yo le di una a la mía; me senté en la tierra sin dejar de verle. Miles de preguntas, como palomitas de maíz en una olla caliente, saltaban, y eran tantas que mi boca permanecía muda, conteniéndolas. Cuando las galletas iban a la mitad y estaba a punto de preguntarle como había llegado hasta mi patio, escuché la puerta atrás de mi que se abría y una voz que gritaba:

- ¿Qué haces ahí sentado en medio del patio?

Cuando volví la cabeza de nuevo, el elefante ya no estaba, en su lugar, una galleta de chispas de chocolate mordida hasta a la mitad. Cuando desilusionado me acerqué a recoger la galleta tirada del suelo, enredado, bajo unas ramitas, un pequeño mechón púrpura se movía con el viento.

 

 

 

miércoles, 11 de abril de 2012

Tokio

El frío de aquella mañana era atípico para esta temporada del año en Tokio, donde las brisas marinas templadas de abril empezaban a llenar los rincones de cálida humedad. Los cerezos están a punto de florecer y la espera del espectáculo en mayo está en la mente de los tokiotas.

Al caminar por las aceras de la estación de trenes central, Takeshi se acomodaba las solapas de la camisa intentando cubrirse un poco de las inclemencias climáticas a las cuales iba pobremente preparado. Hacía lo posible para evitar al frío colársele por el cuello, ya que le provocaba escalofríos que llegaban en oleadas pequeñas pero incomodas. Todos a su alrededor hacían lo propio, la mayoría mejor preparada que él, cubiertos con gruesos abrigos y armados con paraguas transparentes y negros, dos de los estilos más comunes en la ciudad. Al verlos, se reclamaba una ya otra vez por haber salido tan precipitadamente de aquel apartamento y no haber pensado en tomar algo del armario para sobrellevar mejor lo situación. El cielo amenazaba una vez mas con liberar otro aguacero torrencial.

Cuando llegó al andén donde su tren partiría en catorce minutos, el celular en el bolsillo de su pantalón gris empezó a timbrar. Al sacarlo vio la imagen de su amigo Katsuo.

Takeshi y Katsuo se conocieron varios años atrás, cuando ambos iban a la escuela elemental en uno de los barrios populares de Tokio. Caminaban juntos al colegio donde todo el día y hasta muy entrada la tarde estudiaban en el mismo grupo y con los mismos profesores. Compartían los mismos gustos musicales, pero eran acérrimos enemigo cuando el béisbol tomaba la pista central de sus discusiones. Era un tema en el cual nunca podían estar de acuerdo.

El teléfono seguía timbrando, mostrando la foto que Katsuo usaba en el perfil de su red social favorita. Dubitativo, Takeshi contestó finalmente. Había olvidado su posible reunión por la noche para ver un partido de béisbol y no se sentía con ganas de hacerlo, pero al mismo tiempo se apenaba por pensar en cancelar, ya que, a diferencia de él, esos encuentros deportivos eran irresistibles para su amigo que los disfrutaba enormemente.

- ¿Bueno?

- Amigo mío. ¿Dónde carajos estás?

- Estoy en la estación de trenes.

- Te estamos esperando, ya tenemos todo listo. Por favor trae mas cerveza.

- Por supuesto.

- Oye ¿Pasa algo? Te escuchas desanimado.

- No nada.

- Si tu lo dices, pero no te creo.

- ¿Qué te parece si lo discutimos en otra ocasión?

- Esta bien, esta bien. No olvides la cerveza.

El celular mostró en pantalla el mensaje rojo de llamada finalizada y Takeshi lo metió de nuevo a su bolsillo. De la otra bolsa del pantalón sacó un rollo de mentas y se echó una a la boca. Ya solo faltaban ocho minutos para que el tren arribara.

Buscó un lugar donde sentarse mientras tanto. La gente seguía pasando delante de él en todas direcciones, algunos, también esperaban el mismo tren. Volvió su vista hacia un costado y leyó en murmuras el nombre de la estación donde tomaría una conexión para ir al departamento de su amigo.

Cuando vio el reloj del anden aun faltaban cinco minutos. El tiempo se le hacía eterno y no pudo estar mas tiempo sentado. Se incorporó y camino hacia la fosa de la vía, miró el túnel que desembocaba en aquel lugar y por donde el ruido y la luz de la máquina le avisarían de la llegada de su tren. Metió ambas manos en sus bolsillos, apretando sus brazos al cuerpo para no dejar escapar el calor corporal y leyó de nuevo la hora en el reloj digital.

Sintió el contacto de una mano en su hombro y una voz conocida le llamó por su nombre. Giró su cuerpo y vio a Yushiko parada delante de él. Radiante como de costumbre, sosteniendo entre su pecho, con ambas manos, un abrigo café. Takeshi no resistió más. Se acercó y la abrazó muy fuerte, necesitaba sentirla cerca, desesperadamente esperando que todo hubiera sido un mal entendido y que todo quedaría atrás como en otras ocasiones.

Ella permaneció inmóvil, sin rechazar el abrazo, pero sin regresarlo. No había señales de ningún tipo en su rostro que pudieran indicar que algo había cambiado, entonces ¿Qué hacía ella aquí en este lugar? ¿Por qué había venido a buscarle?

Yushiko se retiró lentamente del abrazo de Takeshi. Le miró a los ojos y sin ninguna palabra le entregó el abrigo. Después simplemente se fue. Se perdió entre la gente de la estación y salió de la vista del desconcertado Takeshi. Mudo y confundido por el acto, sin siquiera pensarlo Takeshi se puso el abrigo. Seguía parado frente a la fosa de las vías del tren. Faltaban dos minutos para que el tren llegará. Metió las manos en los bolsillos y sus dedos tocaron en uno de ellos un objeto metálico. Supo inmediatamente de que se trataba. Sus ojos se humedecieron, sus labios empezaron a temblar ahogando el llanto inminente. Sacó el objeto con cuidado y lo sostuvo frente a su rostro, levantándolo apenas arriba de su frente. El reloj de pulsera reflejaba en su carátula rota y con pequeñas manchas de sangre el rostro pálido de Takeshi. Faltaban cuarenta segundos para la llegada del tren. El reloj seguía frente a él, sostenido entre sus dedos lanzando destellos robados de la tenue luz que iluminaba el anden. El ruido del tren se escuchó primero. Takeshi bajó el reloj y lo apretó muy fuerte en su mano, lagrimas cayendo de sus ojos, sin freno posible. La luz del tren iluminó el interior del túnel. Puso el reloj de nuevo el bolsillo del abrigo. Vio el reloj digital en cuenta regresiva. Faltaban cuatro segundos. El tren ya estaba entrando por el túnel. Las lagrimas nublaban su vista, escuchó cercano el furioso rugido de la maquina de metal. Y saltó.